El camino artístico de Baltasar Lobo (II): Jacques Lipchitz, el talento judío que escapó de los nazis

Dentro del universo creativo de Baltasar Lobo existen grandes influencias, como la del rumano Constantin Brancusi, el “dios de la escultura” para algunos expertos, o la de Henri Laurens, personaje con el que iniciábamos este recorrido por el camino artístico del creador español. Esa fuente de cuyas aguas bebió Lobo no fue exclusivamente la escultura: también la pintura debió de condicionar su carrera artística, con el efecto palpable de artistas como el italiano Giorgio Morandi.

Lo que es indiscutible es que Lobo puso toda su atención a esa generación de nuevos escultores que irrumpieron en el París de principios del siglo XX, y que supusieron una verdadera revolución que derivó en la eclosión de llamativos movimientos creativos como el cubismo, opuestos al modelado del gran maestro, Auguste Rodin. Entre los miembros de aquella generación inigualable, el experto Kosme Barañano, autor del catálogo razonado de la obra de Lobo, señala a un “icono” para el escultor zamorano: Jacques Lipchitz (1891-1973).

 

 

La peripecia vital de este revolucionario escultor de origen lituano fue tan llamativa como la de muchos otros, precisamente, porque todos vivieron algunos de los hechos históricos más convulsos del siglo XX, con la II Guerra Mundial como principal agitador de la vida de nuestros antepasados. Lipchitz llegó a la capital mundial del arte, aquel prolífico París, en el año 1909 para formarse en algunas de sus mejores instituciones. Allí, pronto compartió intereses artísticos con personajes como los pintores españoles Juan Gris (con quien colaboró estrechamente), Maria Blanchard o el propio Pablo Picasso. En la Ciudad de la Luz se desarrolló buena parte de su actividad profesional, antes de que Lipchitz terminara huyendo del acoso de los nazis en 1941, debido a sus orígenes judíos.

El “revolucionario” lituano compartió algunos escenarios vitales con el propio Lobo: su llegada a París (que en el caso de Lobo fue forzada por la Guerra Civil) o el paso por el “edificio colmena” de La Ruche, en el barrio de Montparnasse. De Lipchitz el experto Barañano destaca, precisamente, su capacidad para resistir en la Francia ocupada, pues no abandonó su capital hasta 1941, dejando atrás su propio taller. Porque, como apunta el crítico, un escultor no es nada sin su taller y al lituano le costó abandonarlo.

 

El marinero de la guitarra, Jacques Lipchitz (1914).

En los años noventa, el Museo Reina Sofía celebró una exposición sobre Lipchitz titulada “Un mundo sorprendido en el espacio”, cuyo comisario, José Francisco Yvars, definió al artista con una sentencia un tanto compleja: el autor de “sencillas estructuras abstractas convertidas en masas frontales equilibradas por planos sobrepuestos, con suaves indicaciones figurativas moduladas por las sombras”.

En todo caso, y como sucede a cualquier artista, desde su abrazo al cubismo junto cono otros intelectuales de la talla de Brancusi, Laurens o Modigliani, Lipchitz fue evolucionando en su propia concepción del arte. A lo largo de su carrera y dentro de esa progresión, los críticos destacan diferentes obras como Marinero con guitarra (1914), Arlequín con mandolina (1920), La alegría de vivir (1927) o las piezas que remiten a la Guerra Civil española, como Escena de guerra civil (1936). Sus últimas esculturas, opinan los expertos, vienen a revisar todas las fases creativas por las que ha caminado Lipchitz.